2006-01-24

Debate laboral. Javiermariada.

Van varias ocasiones en que se ha producido una diferencia de opiniones con mis nuevos compañeros de curro; un debate que me está dando "chicle mental".

Básicamente, yo soy la ingenua voluntariosa que, siempre que puede, piensa en evitarles dificultades al resto del personal, invisibles compañeros que pueblan el resto del edificio. Ellos son los jóvenes cínicos -un año de experiencia en tres centros distintos- que argumentan que ayudarles sólo sirve para que lo tomen por descontado, sin agradecerlo y, a la primera ocasión, descargando sobre ti sus propias responsabilidades, que no te corresponden, y sus propias culpas.
Yo me pongo en el lugar del "otro invisible", que va a perder tiempo y nervios por culpa de un error que yo ya tengo localizado y sé cómo puede solucionar. No me importa hacerle un favor a esa persona avisándola, y probablemente ahorrarle los malos modos del jefecillo de turno. Sin embargo, ellos insisten en que, aunque en un principio pensaban y actuaban como yo ahora, la experiencia propia y el consejo de los más veteranos les han hecho cambiar de opinión, y están convencidos de que mi posición sólo me llevará a que, cuando esa gente cometa una pifia, me señalen a mí o a mi departamento para descargarse de culpa.

En estas polémicas no llega la sangre al río, porque -de momento, cruzo los dedos- nos llevamos bien, pero me resulta interesante la situación. Habrá que ver cómo evoluciona la cosa: ¿acabaré dándoles la razón, o mantendré mi "quijotismo"?

Y precisamente hoy he leído un artículo de mi pedante y soberbio preferido, Javier Marías, que recoge el punto de vista de mis compañeros de bunker.

"Instrucciones a los sirvientes

En 1731 Jonathan Swift, el famoso autor de Los viajes de Gulliver, publicó una de sus últimas obras “cuerdas” (su salud mental se fue deteriorando desde poco después hasta su muerte, en 1745): un panfleto titulado Instrucciones a los sirvientes, en el que aconsejaba a éstos, con la ambigüedad suficiente para dudar el lector a veces de si se encuentra ante una sátira o ante una cumbre del cinismo, cómo medrar, cómo aprovecharse, cómo salirse con la suya, cómo ser maligno, perezoso y ratero, cómo manipular y burlar al amo. (…)


Entre esas Instrucciones hay una que, con variantes, se repite hasta cuatro veces y que en verdad parece ideada para nuestra época, en especial para algunos colectivos. En su formulación más nítida dice así: “Cuando hayas cometido una falta, muéstrate siempre impertinente e insolente, y compórtate como si fueras tú el ofendido; esto disipará al instante el humo de tu amo o de tu señora”. Más tarde Swift insiste: “Cuando te reprendan por una falta, al salir de la habitación refunfuña lo bastante alto para que se te oiga con claridad; esto hará que tu amo te crea inocente”. Y luego: “Si por una vez en la vida tu amo o tu señora te acusan injustamente, serás un feliz sirviente, porque lo único que tendrás ya que hacer, a cada falta en que incurras, será recordarles aquella falsa acusación, y declararte igualmente inocente en todas las ocasiones”. Por último, el autor amplía sus recomendaciones: “Echa todas las culpas al perro faldero, al gato favorito, a un mono, a un loro, a una urraca, a un niño o al último sirviente despedido; así te exonerarás a ti mismo, no causarás perjuicio a nadie y ahorrarás a tu amo o a tu señora la molestia de reñirte”.

Oh sí, medio mundo se diría que ha leído este opúsculo y que ha aprendido bien la lección, sobre todo en España. ¿Se han dado cuenta ustedes de lo raro que es hoy escuchar cualquier disculpa o reconocer a alguien una falta, un error, una mentira, una calumnia, un fallo, una metedura de pata, una desconsideración, una negligencia? En lo personal como en lo público. Cada vez que me siento tentado de quejarme o reprocharle algo a alguien –cosas leves: una desatención, una indelicadeza, una ingratitud, un feo olvido–, me lo pienso mucho, porque lo más frecuente es que, por razón que yo lleve, la conversación se salde con la indignación y el agravio de la persona en deuda o en falta. Si uno se lamenta amistosamente (“Hay que ver, nunca llamas”), lo más probable es que acabe justificándose por no ser uno mismo quien insiste lo bastante. Si uno señala una indiscreción con consecuencias, es casi seguro que al final haya de pedir perdón por su suspicacia. Si a uno le dan un plantón de tres cuartos de hora, es fácil que termine acusado de impaciente y grosero por no haber aguardado la hora entera. Y si reprende a un automovilista por haberse saltado un semáforo y haber hecho peligrar su vida, al término del lance puede haberla perdido por un golpe de llave inglesa sacada de la guantera.
(…)


Javier Marías, LA ZONA FANTASMA. 15 de enero de 2006. "